En Albacete, existe la tradición de vender la navaja, nunca regalarla. Se piensa que regalar una navaja puede cortar la amistad. Así, cuando quieres “regalar” una navaja, le pides a la otra persona una moneda de pequeño valor. En ese momento, ya es venta.


En una taberna, de barrio, un viejo está sentado en la mesa, y realiza un sencillo cálculo, un cálculo vital, solamente humano. Un cálculo que decide la profundidad de los valles. Son los kilómetros que lo separan de sus seres únicamente queridos (mujer, hijos, padres, hermanos), cada uno, en el caso del viejo, en un lugar distinto, en ese instante. Y cuando hace el cálculo, cuando comprende realmente todos los kilómetros que componen ese lugar donde en ese momento respira, el viejo clava su navaja encima de la mesa. Así es como empieza una emoción.


La navaja tiene filo. El filo corta. Y los cortes pueden ser más o menos superficiales. Muy profundos. Pueden dejar una huella, física, y en el recuerdo. La tememos, somos supersticiosos con las navajas en el sencillo acto de dar. No. No se puede dar. Este es el único verbo que omitimos cuando pensamos en ella. Hay algo en esa negativa, en ese luchar contra su posibilidad, que hace que la navaja sea una metáfora perfecta para responder a por qué hay verbos que omitimos por alguna razón incomprensible. Los verbos que no caben en nosotros.


El libro gira en torno a dos palabras: una es un sustantivo, y otra es un verbo. Como siempre que se tiene lenguaje que contenga emoción y pensamiento. El sustantivo es navaja, pero en el concepto extremo, cuando el sustantivo se desarrolla y se convierte en un sustantivo verbalizado, gracias al sufijo. Navajazo es ya una acción. La otra palabra es el verbo caber, que nace (realmente) no solo, sino asociado a su verbo antagónico, que es sobrar. Quizá el verbo más triste o violento, después del verbo morir. Por eso caber es el verbo vivo, que ofrece vida, y se opone de alguna manera, o de todas las maneras, al sustantivo navaja, que es la industria humana de los cortes, los cortes que se hilan al verbo y van juntos. Navaja y caber, las dos palabras que componen y orientan Navajazo. Y omitidamente, pero muy presente, sobrar, la sombra de caber, la sangre de cortar.


Sólo se puede escribir con mil palabras. Más de mil es adentrarse en un terreno donde no hay emociones, sino un exquisito barroquismo que adorna y adorna innecesariamente. Todos los poemas surgen de esas mil palabras, que cada uno ha ido conociendo a lo largo de los años. De vez en cuando hay unas palabras invitadas (dos o tres) y esas palabras invitadas generan un libro. Luego se van, y ya no vuelven en un siguiente libro, porque en ese siguiente libro otras serán las palabras invitadas. Así funciona el lenguaje del poeta. Albert Camus contaba que su madre no conocía más de mil palabras. Y sin embargo, no le hizo falta más de esa cantidad para vivir y para que Camus fuera su hijo.


Los cortes caben, no sobran. Los cortes están ahí para entender todas las preguntas filosóficas, metafísicas, poéticas, que uno se quiera hacer, y que podrían llenar kilómetros y kilómetros de años luz hasta un punto impensable del universo después del universo. Es contradictorio: la sangre de cortar es sobrar, pero la sangre de sobrar es cortar.


Caber en la vida. De eso trata el noventa por ciento de la poesía. El otro diez por ciento es algo indeterminado que todavía hoy algunos poetas tratan de encontrarlo en sus poemas.


En F for Fake, Orson Welles ofrece un monólogo frente a la catedral de Chartres. El monólogo termina con la frase: “Quizá el nombre de un hombre no importe tanto.” Sólo una fuerza contraria a la vida podría no escribir un poema sobre esta frase. La poesía queda, el nombre no. El hombre muere, y la poesía permanece mientras el lenguaje sea una catedral que conquista el tiempo.


Un poeta que no es capaz de inventar una palabra no ha entendido la identidad perfecta del lenguaje y de uno mismo. Un poeta sólo es una voz cuando las palabras que utiliza son aparentemente RAE, pero en realidad no lo son, sino que son suyas.


La seguridad de un poeta no es el escenario ni el aplauso ni la editorial ni el premio ni el reconocimiento. La seguridad de un poeta es el lenguaje que no es de nadie más, que sólo pertenece a sus poemas, que ha buscado y encontrado siendo consciente de que está solo en la seguridad. Todo lo demás es algo bonito y agradecido, pero no poético. Un acceso al exterior de la poesía. Es mejor permanecer en el interior de ella. Es más seguro.


A los poemas les falta algo. Les falta esa comprensión completa, absoluta. Un poema no puede ser comprendido en un cien por cien. Hace falta un porcentaje de inexactitud, o, sencillamente, un algo que se escape, que esté ahí, se intuya; pero es como si no terminara de iluminarse del todo, como si en cualquier momento se presentara, y ahí estuviera, y ya. No es fácil. Parece como que se comprende, pero también hay un riesgo de no ser así. Esa “tensión”, ese asumir el riesgo del poema, es lo que hace que el poema corte, y, sobre todo, el poema tenga latidos, y, por lo tanto, respire, y viva. Hay un intento de que el poema se escape, que nunca sea del lector, ni del que lo escribe.


Un poema se diferencia de otro en el pensamiento. El ritmo, es sólo el ritmo. El pensamiento necesita de un lenguaje pegado a él. Si el pensamiento es original, el lenguaje es original. Lo más importante en el poema es el pensamiento. Las emociones son siempre las mismas. No creo que pueda descubrirse una nueva emoción. Creo que están todas catalogadas, todas son conocidas. Pero el pensamiento no, y el lenguaje no. Lo que corta, lo que hace sangrar es el pensamiento. El lenguaje es sólo su sangre.


“No entiendo el poema del todo.” Perfecto: ya te has cortado. “Algo se me escapa, hay algo que no alcanzo a entender.”  Eso es cortarse. No es necesaria la comprensión total, completa, absoluta, exacta y diáfana del poema. Lo importante es lo que sale del corte, que es la sangre. Esa sangre, da la vida. Sin sangre, no hay poema, no hay cuerpo, no hay vida.


¿Cuántos cortes componen la vida? ¿Para qué sirven? ¿Cómo se pueden ver? Curar, se curan viviendo, o no se curan, también viviendo. En realidad, los cortes son el interior de las palabras que no se han olvidado. Esas palabras que nos circulan siempre. Los cortes son los kilómetros que nos separan de nuestro lugar de nacimiento. Entendiendo nacimiento, y lugar, como dos anclajes subjetivos. Presentes, siempre presentes. Y cortantes. Y sanadores.


“Manzanas levemente heridas” es el mejor verso de la Historia. Hacer una versión/variación de ese verso es cortar para que sangre el mejor verso de la historia. Y que sangre el mejor verso de la historia hace que “Manzanas levemente heridas” sea el mejor verso de la historia.


Siempre es levemente. Y siempre es levemente.


Vasari cuenta en su “Vida de artistas” que Leonardo de Vinci iba a los mercados y compraba pájaros para soltarlos luego y estudiar su vuelo. En realidad no hace falta comprar pájaros y soltarlos para estudiar el vuelo de un pájaro. Así que es posible que la razón fuera otra. Lo importante de esta anécdota es la jaula, en realidad. Lo que cuestiona toda la tensión del poema es la jaula. El vuelo y el agente que lo provoca es el ritmo del poema. Pero lo importante de esto es que Leonardo de Vinci está escrito con un “de”, y no con un “da”. Cuando uno es niño, y recibe un regalo que consiste en un libro biográfico sobre Leonardo de Vinci, escrito con “de”, las demás ocasiones ya no serán “da”. Así que el dueño de esta anécdota no es Leonardo da Vinci, sino Leonardo de Vinci.


Todo título que tiene entre paréntesis el término “continuación”, es porque hay algo antes. En este caso, un poema llamado “Taxi”. El poema trata de un yo que llega a la Luna y ve que no es la Luna, pero todo el mundo, su cuarta novia, su madre, sus amigos, los controladores desde Tierra, le dicen que sí, que es la Luna. Que es exactamente lo que ocurre con la poesía, cuando el mundo te dice lo que es la poesía, pero sólo tú sabes lo que es la poesía, y sólo tú la estás viendo en este momento. Es mejor ser tú el que ve la poesía, que los otros.


Si un poema no corta, algo está mal. Probablemente el lenguaje. O quizá el pensamiento. Los poemas deben cortar. O no cortar, pero entonces ya hablamos de otra cosa, que no tiene una definición clara; una palabra que no existe todavía, y ojalá que no exista.


Todos los verbos del libro nacen del verbo caber, cuyo padre y madre simultáneo es la creencia. Toda acción implica una creencia en su significado, su lenguaje secreto. Toda acción conlleva una creencia de por qué y para qué esa acción. El relativismo es la expansión del poema. Creer en aquello que llega y se queda después de la acción es la sangre del poema.


Hay algo bonito y no bonito en un regalo que corta, que tiene filo, que puede proporcionar sangre al suelo, a la mesa. Hay algo bonito y no bonito, supongo que necesario, en la palabra que regalas, que es toda palabra que piensas. Algo bonito y no bonito en un pensamiento conquistado por un conjunto de palabras, que cortan levemente. Todas las palabras cortan levemente. Todas las palabras son levemente. Y por eso caben, caben y no sobran. Caben y caben, y por eso la vida es lo único no levemente.


El descuido es una herramienta poética. Igual que el metro, o la rima. Hay poemas que exigen un descuido del lenguaje, un verso espontáneo, demasiado espontáneo para ser un verso limpio. Este descuido es el descuido cuando uno se corta sin querer. A veces las cosas que pasan cortan sin querer. La vida es descuidada en muchas ocasiones. Los poemas tienen que tener su dosis de descuido. Ofrecen un lenguaje bello e intenso.


Nunca he visto a Don Quijote. Nunca he visto a Shakespeare, ni a Camus, ni a Manrique. Tampoco he visto nunca la catedral de Chartres, ni he visto a Zeus ni a Mercurio. Los cortes no tienen que ver unos con otros, ni tienen por qué ser vistos. Es importante lo que no se ve en el poema, pero se cree ver. Es importante todo lo que creemos, y todo en lo que creemos. El poema surge de la creencia, de su yo creo que. La imaginación corta tanto o más que la realidad. Y la creencia es el latido impar de un poema.


Nadie sabe lo que pasará en el futuro. El pasado se recuerda fragmentariamente, y cambiado. Sólo queda, pues, el presente. El poema respira en el presente. Intentar que el presente ofrezca pasado y futuro es el reto de la escritura. Pasado, porque ahí queda el poema. Futuro, porque te veas obligado a leerlo otra vez. Leer un poema otra vez es la mejor definición de futuro que existe en la poesía.


Los poemas parten de una lejanía. Hay que intentar acercarlos. Están allí, y hay que traerlos aquí. De alguna manera, esa distancia es la prueba definitiva cuando se escribe. Sólo el lenguaje puede traerlos. La lejanía y la cercanía son los extremos con los que trabajamos el poema. Los cortes sólo son cortes cuando están cerca. Cuando están lejos no existen, o son sencillamente cosas. Y las cosas no caben en un pensamiento ni en una emoción.


A pesar de todo, la navaja siempre está levemente herida. El poema, también. El lector, el que escribe, el que pasea por la calle con la esperanza de que pongan pronto columpios en la calle. Todos estamos levemente heridos. Definir la herida es una herencia incongruente. Sólo estamos heridos, ese es el concepto, y no hay nada más después de esa leve herida. Igual que el columpio es el columpio, o el objeto es el objeto. La navaja está levemente herida, como la manzana levemente herida.


Sólo quería cortar. Que el poema cortara. Este verbo cortar es el contexto en esta escritura. Sin contexto es difícil escribir. Cuando uno escribe necesita un contexto que permita al poema tener su agua, su aire o su paisaje. Encontrar el contexto es la clave para empezar a escribir poemas. Una vez encontrado, el poema puede comenzar a existir.


La escritura sólo funciona a partir del primer verso. El poema funciona con un pensamiento lleno de su lenguaje. Ningún poema existe sin un primer verso que sangre. El primer verso es el corte, el resto de versos, la sangre. Menos el último verso, que es la cicatriz o el recuerdo que guarda todo esto. Siempre hay un resguardo de todo esto. Por eso todo esto es levemente.


Quizá no sea importante, pero “Manzanas levemente heridas” se compone de dos primeras palabras que repiten la misma vocal en cada una de ellas (la a y la e). Y “herida” se compone de las vocales anteriores, pero separadas por un eje de simetría, que es la i. Puede que no sea importante, pero siendo el verso de un poema, a lo mejor sí. A lo mejor es un gesto. A lo  mejor es un lenguaje secreto. A lo mejor es sencilla belleza. O a lo mejor es la levedad y la herida, tal cual. Si en este verso hay un corte, y ese corte es una simetría, a lo mejor es que quizá sí sea importante.


A veces te gustaría estar en otro poema. Pero estás en el tuyo. Y tienes que quedarte en tu poema. Tienes que seguir en el mismo pensamiento, en la misma voz, en el mismo lenguaje interminable. Lo que ocurre entonces es fácil: te lo imaginas. Y escribes imaginando. Es una forma de escribir. Otra forma de vivir cualquiera.


Es difícil no escribir solo. Cada corte te acompaña. Es difícil elegir el verso. Todos te acompañan. Es difícil aceptar que el poema es el instante de esa dificultad, y que más allá de encontrar la soledad del poema, del verso sin acompañantes, todo es una mera aproximación, absolutamente. Por eso es difícil no escribir solo. Es difícil no escribir solo.


El latido par de un poema es la creencia.


Los poemas tienen un tiempo. Al final todos los poemas intentan comprender el tiempo. Por eso son importantes las tres edades. Los cortes comienzan en la infancia, luego continúan en la adultez, y por último los cortes se hacen viejos. Érase un tiempo dividido en tres. Érase un niño, un hombre, un viejo. Un poema.


A día de hoy, todavía hay verbos que aún no se han descubierto.


Y por último: mi intención secreta cuando escribí Navajazo fue poder publicarlo. Y luego, cuando decidiera regalar algún ejemplar, pedir una moneda a cambio. Para no cortar la amistad.


Navajas levemente heridas.